Iba a poner con *, pero sería una traición al real sentimiento que escenifica el pavor que produce la muerte de alguien valioso, de esos tipos que no le van a arrancar una columna sentida a un Grondona (que sí escribirá por los padres del PP español) ni conmoverá a los que alguna vez levantaron las banderas de los derechos humanos para tapar sus pecados. De esos cuadros (sí, cuadros, aunque a muchos -cada vez más- les moleste ese concepto, tan tosco y lecivo de la paz de los cementerios y a la vez denunciador de la pasividad culposa, típica del que cree que el militante es un bobo al cual le lavaron el cerebro) que uno empezó a descubrir hace poco, hacia atrás, hasta Ortega Peña. Duhalde (El Bueno) es otra de esas aristas de la nueva vida que hace lamentar por el tiempo perdido pero que redobla el paso para recuperarlo a espasmos de nuevo aire y metas desafiantes. Pero también es de mierda en el sentido de la suerte de sabernos mejor armados y con un despliegue en el campo de los DDHH como nunca tuvo la Argentina. La ida de Eduardo Luis es la venida de miles al nuevo mundo, a otra historia, a otro relato (¡qué fea palabra!), el que permite dignificarlo en su real dimensión política e histórica, para ponerle el pecho a los descalificantes de siempre, que vendrán para aplastar esta nueva manifestación de servicio al bien del país (como aquella desaforada Pando que recuerda la foto; como los de abajo, atorados por tanto odio), como si pudieran con esas flores de las que el que lo recibirá habló antes de despertar a otros millones. Sin enojos como aquel 27 de octubre, porque Eduardo tuvo tiempo para tanta vida, para él y para nosotros. Tuvo tiempo de recuperarnos, a los pibes y a nosotros. Tuvo tiempo y coraje de hacer desde hace mucho lo que nosotros seguimos desde hace tan poco.
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