Tuvimos suerte. Un grupo de jóvenes loquitos que fuimos siendo cada vez más en la Redacción, pudimos cobijar a Susana y, desde entonces, el diario la acompañó en todas sus luchas, hasta que unos años más tarde, con sus columnas de opinión y su acelerada carrera literaria, se convirtió, sin serlo, en una de las periodistas más leídas de sus páginas.
Esa pequeña solidaridad, gigante en tales circunstancias -la democracia en pañales- fue creciendo de un modo sorprendente en una Río Cuarto de cuyo perfil conservador e individualista muchos se lamentan. Susana Dillon aglutinó al Río Cuarto solidario y pronto fue un ícono de los perseguidos, los discriminados, los ninguneados.
Los riocuartenses que golpeaban su ventana de la calle Moreno acudían a ella antes que a los jueces, que a la Policía, a las autoridades o a los legisladores.
No le hacía mella el ligero balanceo de sus piernas, herencia de una caída del sulky en que viajaba, embarazada de mellizos, a dar sus clases de maestra rural en la provincia de Buenos Aires. Su pequeño cuerpo era un ciclón. Sublevada ante una injusticia; criando a María Victoria, la Pepi, nacida en cautiverio y entregada milagrosamente por los verdugos a Susana; o por la calles de la ciudad, del banco a la verdulería, con su carro de compras a la rastra.
A tanto se animaba, que poco a poco, hasta sus adversarios empezaron a caerle con sus cuitas a la ventana de Moreno.
Arrebatada su hija Rita embarazada y Gerardo, el esposo de ésta, del modo más brutal que desplegaron los esbirros de la dictadura cívico-militar y eclesiástica del 76, Susana Dillon se multiplicó en mil hijos. Y no es un eufemismo. En su cocina que siempre olía a rico, era difícil encontrar una silla vacía.
Nunca la vi llorar. Nunca la escuché quejarse. Recién hace unos años, cuando supo por las declaraciones de uno de los represores de La Perla, cómo había sido fusilada su hija, me contó una noche, por teléfono, que le costaba sobreponerse a la noticia. Susana ya tenía sus años. Temí que ahora sí, hubiera llegado el momento de algún quiebre.
Si se quebró, no lo supimos. Por entonces, iba por el libro número tanto y pico. Siguió escribiendo y recuperó la risa y como antes, a cada pregunta sobre su salud, respondía con chacota, quitando importancia a los dolores. Es que amén de su militancia huracanada, Susana Dillon tenía un sentido del humor que nos fortalecía a quienes la rodeábamos. Susana querida. Vieca del alma. Vieca, se llamaba a sí misma, como muchos la llamábamos. Seguramente sabía que ella era la más joven de todos nosotros.
Sabia hasta el fin, ahí siguen sus proyectos. Los dos libros casi listos para la presentación; el libro sobre sexo que, contó muerta de risa, estaba escribiendo ('Mucho sexo y poco sexo', prometió titularlo); unos días con la Pepi en Buenos Aires. La recorrida por las librerías y el Museo de Antropología de Córdoba, algún viejecito más lejano… La próxima protesta, la visita de su hermana Patricia… Y el juicio por los prisioneros torturados y desaparecidos de La Perla, al que asistiremos en su nombre. Quiero creer que esta despedida ecléctica, heterogénea, en la que hoy nos reunimos a darle el último abrazo, sea un consenso colectivo de que al horror, no volvemos nunca más.
Quiero creer que en Río Cuarto, con Susana Dillon, aprendimos que se lucha toda la vida; que la alegría es la música; que el otro es un igual, y que los que luchan, no mueren jamás. Vieca querida. Madre del alma".
1 comentarios:
Excelente síntesis de la vida de una Madre que supo vivir y multiplicarse en utopías, conciencia, memoria y alegría juvenil. Gracias por regalarnos este relato, de clara influencia Dilloniana.
Susana sigue caminando por la libertad, a la par.
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