domingo, 31 de agosto de 2014

En 2001, lanzábamos piedras y balas

Cuando era pibe –ya con picazón y el leve bigote disimulado- no quería ser grande, aunque luego me empezó a seducir la idea para poder ver las películas con escenas prohibidas para menores de 18 años.
Ahora que soy mayor me doy cuenta cuánto he traicionado a ese pibe, con tantos sueños y con menos miedos del que soy hoy.
Sólo por cobardía, he sido menos desprejuiciadamente pretencioso que ese pequeño entusiasta que hacía radio encerrado en su habitación, imaginando grandes audiencias que luego de grande me darán pánico.
Por miedo a fallar; eso con lo que te amenazan aquellos que te educan en hacer nada antes que fracasar, como si esto no fuera nada más ni nada menos que desistir y bajar los brazos.
Eso que cómodamente acepto como tal.
Sin esfuerzo mediador. Con stockeo parejo.
“No mires para atrás, Saïme. En el andén, miramos hacia atrás, y esa imagen nos queda como promesa”, dice Fanis, fuera de foco, detrás en el plano, mientras los ojos de su amor desaprovechado le dan nuevamente una lección de coraje.
“Politiki kouzina” se llama la coproducción greco-turca que me recuerda que quizás en aquella habitación había todo un universo de diarios, pósters, revistas, libros, afiches, grabadores, cassettes y falsos micrófonos que servían para construir refugios ante el acoso de lo social-cercano.
Hasta lo genuino era más verdadero, al prescindir del temor intelectualoide que vendrán a aportar los nuevos entornos académicos y el descubrimiento de la vida política de los 2000.
Era más real el miedo a pasar por una esquina porque sabía que alguno de esos mayores algo me iba a gritar, una sanción rápida pero hiriente por no cumplir con las prácticas instituidas para un joven de la periferia barrial trabajando en el agro-centro.
Pero todo era más simple. Lo político y las complejidades de lo social-lejano todavía no habían desestabilizado la mente de ese adolescente inconsciente, poco alertado de las preocupaciones que iban a apoderarse de él años después.
El trabajo apenas era un medio para obtener eso que rellenaba aquél pequeño y frágil cosmos. Había interpretado que el mundo así estaba ordenado: tenías que pagar por lo que te gustaba. Tenías que trabajar para financiarlo. Hasta podías sentirte libre cual superficial canchero.
Las vendas te protegían de darte cuenta que los locos del pueblo tenían verdades que decir. El amor te alejaba de los que contaban otra historia. La noche, brutal, te quitaba la chance de echar luz sobre otros nombres, otros sucesos, que todavía hoy ando buscando.
Los 90’s fueron años en los que la radio me acercó a guardianes secretos de realidades veladas, de esas que hay en todos los pueblos y que uno más tarde o más temprano comienza a sondear.
Padrinos y madrinas informales que te evalúan si sos apto para el traspaso generacional de eso que esperó años y que tantos –tanto- quisieron abortar. Hasta en los pueblos más chiquitos, me hizo rememorar Ignacio, hay libros que esperan ser leídos, lugares donde reposan las últimas energías de la lucha.
Hemos necesitado de mirarnos a los ojos ante el precipicio del nuevo siglo, recién comenzado, y la Historia de O por contar, le diría Demian Rice a Amie, esa acongojada música que me acompañaba en la aventura universitaria tardía, mientras conocía el amor con la que soñamos, a pesar de todo.
Dudamos, desoyendo el consejo de Fanis.
Por eso somos depositarios de una promesa: la de no volver atrás, a fagocitarnos con el fuego de los bomberos y los cirujanos mayores.
No es tan complicado: en satélite no hay andén. Pero sí un lugar seguro para elevarnos, un año antes, cuando lleguemos a una parada difícil; sin retiradas, sin despedidas.
Yo recordaré la sonrisa de ese pibe de pueblo chico, al que tantas veces traicioné.
Y miraré a los ojos de mis amores, a las que no les fallaré.
Como si el viaje fuera del maltrecho hogar al nuevo universo. Dentro de un año.

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