El clientelismo no es más que la forma simple de una familia amplia de fenómenos, que es el particularismo. Que significa, más o menos, la política de desviar los recursos potencialmente de todos hacia mis protegidos particulares. Llevar el agua para mi molino.
Hay una escalera de particularismos, vista desde la chequera del Gobierno: en el nivel de arriba está el nacionalismo (preferir el interés de mi nación sobre el de otras naciones), le siguen con idéntica lógica el regionalismo, el comunitarismo, el localismo y otros ismos y, al final, en el último escalón, está el clientelismo, que es dar prebendas a mis votantes (“clientes”) y no a los de otros políticos. Mario Ishii no reparte bolsones en el Patio Bullrich. El clientelismo, cabe agregar, es el escalón del particularismo que más barato nos cuesta.
La politóloga italiana Simona Piattoni, que estudia estos temas y es la autora de la escalera antes descrita, dice que toda política es particularista, y que los investigadores harían bien si dejaran de tratar de desentrañar los misterios del clientelismo, que es la regla, y mejor si se concentran en tratar de explicar el milagro del universalismo, que es la excepción. El universalismo es el antónimo del particularismo: distribuir para todos y entre todos, sin preferir a mis amigos. No es fácil hacerle caso, ya que todos nos criamos con el libreto de que la política normal es la universalista, y que el trato preferencial es una desviación.
Otro que ayuda a entender todo esto es el gran politólogo francés Jacques Lagroye. Para él, toda política democrática es una actividad de movilización, que carga a su vez con la dificultad de tener que lidiar con grupos sociales diferentes cuyos grados de interés por la política son, también, diferentes. Algunos tienen gran interés por la política, a otros no les interesa para nada, otros incluso sienten rechazo moral por ella, otros la ven como una oportunidad de obtener cosas. Así y todo, no nos queda otra que contar cada voto por igual. A pesar de que algunos se acerquen a la política para poner mucho de sí, y otros sólo para sacar. La democracia es el mejor sistema que conocemos.
De lo de Lagroye puede deducirse una ecuación para calcular el nivel de particularismo en una determinada sociedad política: es igual a (1) las necesidades de participación, para que un gobierno sea legítimo y funcione, menos (2) el grado de interés y obligación cívica que sientan por la política sus dirigentes y votantes. La diferencia entre (1) y (2) deberá ser llenada con incentivos particularistas.
Si el público no quiere ir a los actos, habrá que procurarles un refrigerio. A los periodistas que deben cubrir el acto, catering y pen drives. Si las autoridades de mesa no se presentan, un honorario. Si no hay fiscales, otro más alto. Para los votantes remolones, bolsones. Y si los candidatos extrapartidarios cabezas de lista provenientes de la actividad privada no tienen ganas de afrontar el lucro cesante de donar su valioso tiempo a la política, habrá que conseguirles productoras.
Por eso Lagroye, un demócrata vocacional, buscaba convencer a sus alumnos y lectores de que la política movilizada por el interés público y la “coacción moral” (era sociólogo) era superior y “más eficaz” que aquella producto de los “cálculos racionales”. Aunque la antipolítica intente convencernos de lo contrario, la política de los políticos y los militantes es mucho más eficiente y razonable que la de los actores privados y las figuras mediáticas. Sus transacciones y negociaciones transcurren dentro de la lógica del sistema. Habrá excepciones, pero es natural que quien proviene de otro ámbito, y considere que su nombre en una lista es algo valioso, pretenda ser remunerado por eso.
Los políticos de siempre buscan recursos, claro, pero también los mueve cierta pasión. Y por eso mismo, nos cuestan menos".
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