(...) En el marco de la campaña presidencial del año 2000, la palabra “cambio” tenía para el ciudadano común y corriente una connotación que mas que un reclamo, era como un “grito de guerra”. En ese año, el imaginario colectivo en su mayoría quería cambiar, sin saber a ciencia qué y hacia dónde, y los estrategas no tardaron demasiado en darse cuenta que sería la palabra clave para construir un discurso político que se tradujera finalmente en votos para el partido y candidato que la enarbolaran.
Así pues, cambiar significaba muchas cosas: atreverse, retar, decidirse, votar, “echar al PRI de Los Pinos”, acabar con el régimen viejo y caduco, pensar en una vida mejor, entre muchos otros, y aunque el esquema propuesto sobre la responsabilidad de la palabra no era realmente explicado y comprendido, la palabra cambio, por sí sola, llenó el lenguaje del discurso político, generó expectativas, creó ilusiones, multiplicó simpatías (y antipatías para quienes se atrevían a criticarla), creó otros lenguajes (por ejemplo el de la “V” de la victoria se asoció con todo aquel que quería cambiar, etc.).
La palabra también fue visualizada a través de slogan de campaña, carteles, colores, frases que la tenían como eje discursivo, arengas y el nivel propositivo del término no daba pie a malas interpretaciones, regresiones y mucho menos burlas por parte de quienes la escuchaban y pronunciaban.
La palabra “cambio” en el marco de la campaña del año 2000 fue monopolizada y encarnada a través de una alianza de dos partidos y un candidato presidencial que la irradió a todas las demás candidaturas que se construyeron a lo largo y ancho de la República Mexicana, y quizás el primer triunfo que fue previo a la victoria electoral, fue el triunfo del lenguaje, el triunfo de la palabra, que atrapada y con dueños ya identificados, sólo necesitó que pasaran los días para que trajera los resultados.
En el marco de la campaña electoral del año 2000, ni el PRI y su candidato, ni la alianza de partidos de izquierda y su candidato podían arropar la palabra cambio. Para el primero, la palabra en sí resultaba la antítesis de lo que 71 años de gobierno habían realizado, entonces la palabra cambio para alguien que no había cambiado se entendía como un gran sin sentido, y el segundo no podía ofrecer una oferta de cambio si él como el sujeto principal del discurso llevaba tres intentos por buscar la Presidencia de la República.
Para el ciudadano de ese año electoral, el cambio no se materializaba en indicadores externos, sino la repetición multisexenal de las mismas siglas, de los mismos gobernantes pero encarnados en otros personajes, del mismo discurso, así que quien no tuviera una relación con estas interpretaciones del lenguaje sería quien pudiera arropar el concepto y “venderlo” en el marco de una campaña político-electoral.
El cambio se convirtió en un estandarte y en una esperanza, en una ilusión y en una meta, y bajo esta lógica de uso, los resultados electorales una consecuencia, junto con otros factores, impulsaron la llegada al poder de un partido y un candidato diferentes.
Sin embargo, las circunstancias que rigen un proceso electoral (que pueden ser emotivas, lúdicas, competitivas, de promesas, etc.) terminan cuando existe una decisión ciudadana acerca de los competidores. En pocas palabras, las campañas terminan y comienzan los gobiernos, con las transformaciones subsecuentes en las relaciones que todo sujeto político establece. La opinión pública toma otra distancia con quien eligió y en el caso mexicano que nos ocupa, la promesa de campaña (consentidora, amable) se comienza a convertir poco a poco en un reclamo que conforme pasa el tiempo subirá de tono sino se cumple.
Es evidente que no todo lo que sucede en torno a un ejercicio de gobierno puede reducirse al lenguaje expresado en el discurso político y simplificar así de tal manera la realidad nacional, sin embargo el “lenguaje no es inocente”, y todo lo que se concibió como promesa es entendido como algo a cumplirse, máxime cuando la experiencia histórica previa a la alternancia había estado salpicada precisamente de lo que la jerga popular decía de la mayoría de los políticos (priístas): “nunca cumplen lo que prometen” (verbalmente) o simple y llanamente los hechos sin palabras y las palabras sin hechos.
Sin tomar en consideración el normal ejercicio de desgaste que todo líder político tiene al ejercer el gobierno, en el contexto de nuestra palabra a analizar llamó la atención cómo el “cambio” comenzó a ser criticado, despedazado, y a convertirse ya no en una afirmación alegre, retadora, ilusoria, sino un reclamo y hasta una burla...este es el gobierno ¿del cambio?.
De pronto la palabra comenzó a ser desplazada e incluso olvidada por quienes la enarbolaron porque empezó a perder su sentido y su validez en un nuevo contexto nacional y la fuerza que la soportaba y rodeaba ya no tenía los mismos matices que antaño: el cambio comenzó a salir del diccionario y del discurso político gubernamental y partidista a medida en que el tiempo avanzaba.Frases como: ¿cuál cambio? ¿en dónde está el cambio? ¿hacia dónde cambiaremos? ¿se decía el gobierno del cambio? empezaron a construir el nuevo lenguaje sobre todo de los adversarios políticos que incluyeron esta nueva connotación a la palabra y cuya asimilación social avanzó con una rapidez sorprendente.
Sin embargo en la medida en que el discurso político esté cada vez más lleno de demagogia y se aleje de la verdadera confrontación de ideas, estaremos postergando el proceso de credibilidad en quienes lo enarbolan y la política retardará la reconstrucción de su maltratado desprestigio.
Finalmente no creo que sólo el discurso político esté en un terreno peligroso, me parece que la palabra, en todos sus órdenes lo está, entonces quizá lo que ahora necesitamos, y lo digo citando a Octavio Paz y a su Laberinto, es “aprender a mirar cara a cara a la realidad”, e “inventar palabras e ideas nuevas para estas nuevas y extrañas realidades que nos han salido al paso”".
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