Lic. en Ciencia Política (Universidad Nacional de Río Cuarto, Córdoba)
Las economías de mercado, como la que rige en Argentina desde su constitución como estado nacional, implican básicamente, que se asientan sobre un sistema capitalista. Esta premisa nos conduce a pensar en un sistema de acumulación donde el que se beneficia siempre es el propietario del capital, en todas sus formas conocidas, dinero, tierras, máquinas. El trabajador está siempre en desventaja, sólo cuenta con su fuerza de trabajo, la que debe intercambiar por un salario que le asegure su subsistencia.
El devenir histórico se ha encargado de mostrar básicamente dos modelos mediante los que las economías de mercado puedan asentarse y continuar funcionando. Ambos pretenden la reproducción indefinida del capital. Ambos tienen como horizonte común que el capital jamás deje de crecer y reproducirse. Pero difieren enormemente en el método. Y el método es lo que termina generando resultados diversos según se escoja uno o el otro. La redistribución del excedente de producción es el punto a partir del cual la diferencia entre uno y otro es más que evidente.
La historia nos ha mostrado que uno de esos modelos utiliza un concepto con tremenda carga axiológica para poder justificar la necesidad de su existencia y aplicación: la libertad. ¿Pero cuál es la libertad a la que refiere el modelo? Sin duda, la que defiende la propiedad privada y crea los mecanismos para que el Estado brinde seguridad a los propietarios del capital, la seguridad de su reproducción. Impregnados de un concepto cuasi lírico, el liberalismo sentó sobre estas bases los pilares para crear un relato que todos pudieran creer, defender y seguir reproduciendo.
La libertad que entronizaba este modelo no fue suficiente para asegurar la subsistencia de las mayorías desposeídas del capital. El esfuerzo individual no redituó en el bienestar colectivo, y el sistema comenzó a colapsar; el mercado per se ya no podía hacer que la rueda siguiera rodando y la “mano invisible” del mercado tuvo que dar lugar a la “mano interventora” del Estado. El New Deal comienza a marcar el camino en esta dirección. He ahí un nuevo modelo de capitalismo.
Mientras el liberalismo creía posible el bienestar general a partir de la suma de los esfuerzos individuales para conseguir el éxito sin la mediación estatal, el modelo keynesiano, sin alejarse del objetivo compartido de seguir reproduciendo capital, le otorga al sector público un rol preponderante. Es mediante el sostenimiento de la demanda y la promoción del consumo interno que el keynesianismo promueve el engranaje de la economía. El aumento de los salarios, el acceso al crédito, la promoción industrial, y una marcada inversión en obra pública, salud y educación son los mecanismos que este método ofrece.
El peronismo fue quien puso en práctica el keynesianismo por estas latitudes y el punto que hace la diferencia entre uno y otro método de reproducción del capital se hizo presente. La redistribución del excedente pudo evidenciarse, fundamentalmente, en el mejoramiento de la calidad de vida de los que siempre estuvieron y estarán en desventaja. Pero la brecha supo achicarse. Clave fue la intervención del Estado para asegurar educación, salud, techo y trabajo a quienes más lo necesitaban.
Hoy, con los matices que cada territorio imprime a sus políticas, esos modelos siguen mostrando resultados bien diferentes. Bajo la denominación de “neoliberalismo” y de “neokeynesianismo”, seguimos asistiendo a la pugna acerca de los métodos. Pero, si ambos modelos pretenden que el capitalismo persista: ¿qué explica que se enfrenten? La única respuesta que puedo esgrimir reside en la voracidad del capital. No tienen ningún interés en que el excedente se redistribuya. Lo quieren todo. Todo.
Los argentinos vivimos el impacto de ambos modelos. Sufrimos las terribles consecuencias del primer neo, que arribó a nuestro país a punta de cañon y con un saldo de más de 30 mil almas. Y que se consolidó durante diez años de menemismo. Nos recuperamos con las recetas del segundo neo. La aplicación del método permitió salir a flote de niveles de pobreza y desempleo asfixiantes que nos dejó el estigma neoliberal.
Hoy, el método que pretendió intervenir en la economía y sostener el sistema sobre una base redistributiva, por medio de la inversión social, no pudo doblegar las fuerzas del neo reificador de una libertad para unos pocos. Las reglas de juego de la democracia –democracia fuertemente cuestionada y puesta bajo manto de sospecha por los representantes del voraz capital durante los años que duró la “pugna metodológica”- permitieron que el primer neo volviera a arribar con un ímpetu renovado.
Esta voracidad se expresa con tal magnitud, que deja absortos hasta quienes ya avizorábamos el impacto del nuevo arribo neoliberal. En menos de dos meses de gestión, los colmillos de los grupos económicos más poderosos no dejan de babear. Desregulación del precio del dólar, consecuente aumento de la inflación, eliminación de retenciones, censura a la prensa, despidos masivos, persecución política, criminalización de la protesta social, disciplinamiento social mediante el salario, desconocimiento de la organización republicana, es apenas el resumen de un cocktail de políticas que dicta el vademécum neoliberal y que el gobierno liderado por Macri parece aplicar a la perfección. La caja boba ayuda, y de manera inimaginable.
No sólo se trata de si más Estado o más mercado. Se trata de que menos Estado es siempre dar menos poder a lo público. Menos poder a lo nuestro, a lo colectivo. Menos poder para redistribuir la torta. Una larga historia de aciertos y yerros, propios y ajenos, nos lo han demostrado. El camino del neoliberalismo se presentó con un brillo destellante que obnubiló las voluntades y habilitó la aplicación del método. La complicidad y connivencia ayudan a la dispersión. Para cuando se sientan los efectos “colaterales”, el método prevé un antídoto: “sálvese quien pueda”.
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1 comentarios:
Interesante la perspectiva sobre las creencias "populares" con respecto a la presencia/ausencia del Estado. Muy buen artículo!
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