La Nación, 30 de enero: "Reducir el debate sobre los desaparecidos a una cuestión de números sería un error, pero ignorar lo que los números expresan sería un error mayor. En principio hay un número puesto, instalado casi oficialmente, un número que, al decir de un abogado de mi ciudad, es tan indiscutible como Gardel o Maradona. El argumento es insostenible, pero esto es lo que ocurre cuando se desliza la deliberación política desde la racionalidad hasta el mito o hasta las versiones degradadas del mito: el relato, la publicidad, la consigna repetida hasta el cansancio.
Cuarenta años transcurrieron desde el golpe militar de 1976 y todavía padecemos sus secuelas: una opinión divergente al discurso oficial instalado y se disparan los insultos, las descalificaciones y las amenazas. Al señor Lopérfido se le ocurrió decir en voz alta aquello que todos los que estamos involucrados en este tema conocemos, para que acto seguido las palabras "traición", "impunidad" o "complicidad" repiquen con su letanía de sonidos y de furias.
Lo siento por mí y por todos, pero por más vuelta que le demos al asunto, los treinta mil desaparecidos es una cifra falsa, en el más suave de los casos, equivocada. Insisto. No es una cuestión de números, pero los números son también un lenguaje, están cargados de significados, de luces y de sombras. Si dos más dos son cuatro, no se puede decir siete o diez y, además, exigir que se crea.
No hay treinta mil desaparecidos. Todas las listas que se elaboraron, todas, nunca llegan a diez mil. No es una diferencia menor, es una diferencia del más del 70%, la distancia que suele haber entre la verdad y la mentira. Los desaparecidos de la Argentina pertenecían en su mayoría a las clases medias y trabajadoras. Todos documentados; con familias y amigos. No como en Guatemala, por ejemplo, donde las dictaduras masacraron a indios en la selva. Nada parecido ocurrió aquí. Fue otro horror, pero en otro tipo de sociedad. La propia consistencia de los organismos de derechos humanos marca una diferencia. Para ser claro: si hubiera treinta mil desaparecidos, los nombres estarían disponibles. Y no lo están por la sencilla razón de que la cifra es falsa.
Que nadie se confunda. Quienes hablamos de ocho mil desaparecidos en lugar de treinta mil condenamos el terrorismo de Estado, las violaciones a los derechos humanos -todas las violaciones-, pero la diferencia tal vez resida en que a cada uno de nosotros nos preocupa la verdad, esa verdad que fue la que en mi caso me movilizó allá a fines de los años 70 para participar en la organización de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en Santa Fe.
Que quede claro. Decir ocho mil o treinta mil desaparecidos no quita ni saca nada respecto de las responsabilidades de la dictadura militar, pero dice mucho de quienes inventaron esa consigna, la mantienen en la actualidad y se indignan como monjes medievales custodiando la hoguera cuando alguien los contradice. Sé que ante los cantos de sirena de la corrección política, está la lealtad a los valores de los derechos humanos e incluso a la memoria de las víctimas. También sé en términos prácticos que políticamente es más justo ponerse del lado de la verdad que cortejar la mentira. Puede que sea cierto que para la ética un desaparecido o un millón de desaparecidos sean lo mismo. Pero para la política no es lo mismo. Entonces hay que ser cuidadoso con los números.
Ocho mil desaparecidos es un horror. No hace falta mentir ni enlodarse en el fango de la desmesura. Escuchemos el murmullo de los números. Ocho mil desaparecidos significa, para darnos una idea aproximada de lo que vivimos, un desaparecido por día durante veinte años. Todos los días y todas las semanas y todos los meses del año un desaparecido ¿Les parece poco? ¿Para qué exagerar? Todo puede entenderse; hasta el error. Lo que cuesta más entender es la empecinada y a veces interesada persistencia en el error".
La Nación, 6 de febrero: "Organizaciones de derechos humanos, artistas, intelectuales y funcionarios del propio gobierno rechazaron los dichos de Lopérfido, con la determinación de quienes recurren al dogmatismo porque se sienten custodios de una verdad tan evidente que resultaría inmodificable. Pareciera que cuando se trata del período más oscuro de la Argentina nadie está debidamente habilitado a expresar su pensamiento, sus dudas o revisar datos del pasado reciente. En lugar de aceptar el disenso como una de las conductas elementales de la democracia y de participar como ciudadanos interesados en los debates de la agenda pública, se recurre a la negación y al descrédito del otro, olvidando que el delito de opinión no está contemplado en ninguna legislación ni jurisprudencia.
Lo que hizo el ministro de Cultura porteño fue poner en palabras una opinión compartida por muchos argentinos. Entidades de derechos humanos, por su parte, han creído conveniente sostener una cifra de víctimas que en 32 años de democracia no ha podido ser confirmada, pese a las leyes reparatorias, los subsidios, las pensiones, las exenciones impositivas y el impulso del Estado conferido a los hechos de los años 70, tanto en sede judicial como administrativa. El histórico informe Nunca Más, que contiene el dictamen de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), creada en diciembre de 1983, habló de 8961 denuncias sobre personas desaparecidas.
Una cuestión no menor es que cuando se sostiene como un dogma la cifra de 30.000 desaparecidos se corre el riesgo de ofender la memoria de los que efectivamente murieron. Se banalizan las circunstancias de sus desapariciones y se subestima el valor de la muerte de cada uno de ellos.
En una sociedad democrática, el Estado debe satisfacer la justa necesidad del pueblo de conocer con veracidad los hechos dolorosos de su pasado. Y esta necesidad se acrecienta cuando se advierte la prácticamente nula actividad del Estado y de no pocas entidades de derechos humanos por conocer la magnitud de la acción terrorista cometida por organizaciones como Montoneros y el ERP contra la población civil y no combatiente. Cabe destacar que cualquier controversia numérica queda sepultada por la magnitud de las consecuencias de los procedimientos fuera de la ley con los cuales se combatió a los grupos guerrilleros. Pero es absurdo que la polémica reabierta estos días se prolongue como parte de un pasado que los argentinos merecen conocer de forma documentada y no como un mito que se acepta sin discusión alguna porque resulta "impolítico" hacerlo".
lunes, 8 de febrero de 2016
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