Muy cerca de la navidad, el 23 de diciembre, el historiador Luis Alberto Romero formó parte de una comitiva de intelectuales afines al gobierno nacional que se reunió con el presidente Mauricio Macri. En ese cónclave, Romero habría pedido el fin de los juicios por delitos de lesa humanidad. Según las versiones periodísticas, Macri habría desatendido el pedido del reconocido intelectual de derechas.
En agosto del año pasado,Verbitsky había contado: "El miércoles pasado, en la Universidad de San Andrés se hizo explícito el acompañamiento del liberalismo laico a la propuesta eclesiástica, durante la jornada sobre “Derechos Humanos y Castigo: las discusiones pendientes”, moderada por el director del Departamento de Derecho de San Andrés, Lucas Grossman, quien en 2013 integró el equipo de abogados del Grupo Clarín en la audiencia pública sobre la ley audiovisual ante la Corte Suprema de Justicia. La defensora oficial Verónica Blanco relativizó las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura y las llamó “presuntas”. Sostuvo que los imputados están en un estado de indefensión, que se violan sus derechos básicos y son chivos expiatorios. Graciela Fernández Meijide dijo que por los datos que le dieron muchos de los parientes de militares que colmaban la sala, a quienes recibió en su casa, presumía que no todos los juicios eran correctos. El historiador Luis Alberto Romero objetó “unos juicios que no tienen fin” y que sólo se centran en las responsabilidades estatales. Dijo que se intentaba aplicar la ley del Talión y que entre los activistas de derechos humanos triunfó la línea más intransigente, que ejemplificó con Hebe Bonafini y el autor de esta nota. “Ellos son los impulsores de este cambio de ánimo: Horacio Verbitsky, que tiene una lista infinita de cómplices de la dictadura, y Hebe de Bonafini que reclama las armas que empuñaron sus hijos para retomar la lucha”. Señaló que “entre las generaciones jóvenes se ha recreado la cultura de los héroes de la lucha” y que los juicios recrean la idea de una violencia legítima del pueblo oprimido, cosa que no se preocupó por demostrar".
Hoy, Romero escribe en Clarín en defensa de los dichos del marido sushi de Esmeralda Mitre: "Unas declaraciones de Darío Lopérfido sobre el terrorismo de Estado y sus víctimas suscitaron la inmediata reacción del kirchnerismo, que acompañado por un conjunto internacional de “gente correcta” pero poco informada, como el propio Serrat, impugna la discusión del tema y hasta acusa a Macri de defender la dictadura.
Todo se centra en las 30.000 víctimas. Es sabido que esa cifra se lanzó durante la lucha contra la dictadura militar, como una metáfora de lo horrendo, para despertar conciencias dentro y fuera del país. Cumplió su función, como una clave del relato de los derechos humanos que fundó la transición democrática.
En 1984 la CONADEP estableció una versión más ajustada y a la vez más terrible de lo ocurrido. Los Juicios a las Juntas convirtieron su informe en verdad judicial y se declaró que los derechos humanos, colocados más allá de la confrontación política, eran el fundamento ético del Estado de Derecho.
Desde entonces, el relato de lo ocurrido durante la dictadura transcurrió por caminos distintos. Algunos entendimos que lo que era adecuado durante la lucha contra la dictadura resultaba insuficiente y esquemático en democracia, y que para asegurar que el drama no se repetiría se necesitaba una comprensión más amplia y más sólida. El número exacto de víctimas era un punto importante pero menor en el conjunto de cuestiones conflictivas, viejas y nuevas, que debían revisarse. Muchos las debatimos intensamente cuando el kirchnerismo impuso su sesgada versión de los derechos humanos. No sorprende entonces la reacción de ese sector; sus reflejos funcionaron automáticamente para sostener el baluarte, un poco más firme que otros del alicaído relato kirchnerista.
Con la democracia, las organizaciones de derechos humanos se dividieron entre las que mantuvieron los fines originales -la impugnación ética y la vigilancia civil- y quienes, como Hebe de Bonafini, optaron por politizar la causa; ganaron éstas, y se quedaron con la franquicia de los DH. El sector originario creció con la suma de grupos provenientes de otras militancias, que identificaron los derechos humanos con la reivindicación del “setentismo”.
Desde entonces, la historia de la lucha por los derechos humanos se convirtió en un dogma y en un mito: una narración poética y autosatisfactoria, a la medida de las fantasías de jóvenes inexpertos y de mayores ansiosos por recuperar la ilusión juvenil, que se acomodó perfectamente en el relato unanimista montado por el kirchnerismo.
La franquicia nuclea también a un plantel de profesionales, que encontró en la causa de los derechos humanos la posibilidad de una carrera rentada por el Estado. Hoy constituyen un lobby, que defiende sus principios y también la subsistencia de una cantidad de instituciones y programas financiados por el Estado, que claman por una auditoría.
Todo esto pende de un mito fundador. El mito es un relato compacto; cada parte es esencial para sostenerlo, y una pequeña brecha puede derrumbar todo el edificio. Su peor enemigo es la investigación crítica. Esto explica la importancia asignada a una cuestión ya esclarecida en lo grueso. La cifra de 30.000 víctimas no tiene ningún soporte empírico; al cabo de treinta años, la Secretaría de Derechos Humanos no ha podido registrar más de ocho mil casos. Es una cifra horrenda y cierta que, lejos del alegado negacionismo, le da consistencia a la tragedia. Pero los defensores del mito saben que detrás de este cuestionamiento vienen otros más importantes: quiénes están en la lista, quiénes deberían estar y quiénes no".
martes, 16 de febrero de 2016
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