Parecía un discurso para la gilada. Lo que dijo –lo sabríamos al otro día, leyendo los editoriales de los diarios– encendió las alarmas en los despachos y las oficinas que hasta entonces controlaban todo. A uno de nosotros –creo que fue a Germán– le disparó otra cosa: «Muy Lennon», sentenció.
Un rato después, lo veíamos llegar a la Casa Rosada, y bajarse del auto para hacer el último tramo caminando. La sensación de frescura fue tal, que nos arrancó una sonrisa eufórica, el extraño rito de ver a un presidente abrazarse con una pequeña multitud de esperanzados que le transmitían su calor, como si festejara un gol.
Todo terminó enseguida, cuando, en el fragor del encuentro, se estampó la frente contra el lente de una cámara. «El presidente está herido», fue la placa con que Crónica supo retratar el momento. Y Germán remató: «Bueno, ya está, el sueño terminó».
Sucede que como desde chicos somos todos muy admiradores de Los Beatles, hay una parte en la que nos ponemos a ver todo según Lennon y McCartney. Es decir: hay cosas que son Lennon y otras que son McCartney. Como si todo fuera esa tensión entre lo pragmático, la tierra y la concreción; y el cielo, el delirio y la absoluta libertad. Es una manera de mirar desde los opuestos. El romanticismo y la sensibilidad nos llevan siempre a elegir a Lennon sobre McCartney. Uno de los motivos también es que murió. Pero básicamente es el idealismo y su «soy un soñador, pero no soy el único».
¿Evita es Lennon y Perón, McCartney? ¿El Che Guevara, Lennon; y Fidel, McCartney? Todo puede verse así. Nosotros mismos, incluso. A veces somos Lennon, y a veces, McCartney. De nuevo: los opuestos nos atraen. Pero no hay Lennon sin McCartney. No hay McCartney sin Lennon. ¿Néstor qué es, entonces?
Veamos. Néstor fue el responsable de que luego de la peor debacle en la historia argentina fuera posible restaurar la destrozada autoridad presidencial. También logró volver a enarbolar las ideas de soberanía, justicia social e independencia que una década antes habían sido convenientemente arriadas. En ese país desahuciado, fue el cartonero de la esperanza. Reciclando lo que encontró, desde su llegada al gobierno, reinventó la idea de que el funcionario está ahí jugando para quienes lo votamos, está en su puesto para hacer lo que nosotros necesitamos, nos sirve a nosotros y no a otros, nos sirve y no se sirve de nosotros.
Con la voz desaforada o el tono calmo, supo explicar que era mentira eso de que el mundo había cambiado para siempre, que la historia había llegado a su fin, y que el tren de las reivindicaciones sociales y políticas había pasado por última vez mucho tiempo atrás.
Néstor demostró que siempre se puede volver, no importa qué tan lejos hayas tenido que irte, por cuánto tiempo hayas tenido que permanecer escondido a la espera de tiempos mejores, no importa cuán profundas sean las heridas que te deje la lucha, estas pueden restañarse.
Algo de alegría y desobediencia nos mostró también en su forma de vestirse. Absolutamente festejable por la ropa desalineada, los mocasines como si siempre estuviera en un pogo, a punto de perderlos en el desmadre. Como cuando empezó, casi como una metáfora, metiéndose entre la gente, sin pensar en las cámaras. No se privó de la alegría, sobre todo de esa primera alegría, la de ser presidente, necesitaba eso. Tocarse y abrazarse con cualquier otro.
Algo como un festejo de gol, como de estrella punk tirándose desde el escenario. Buscando de verdad un pogo. Y ese ánimo lo contagió a una sociedad por entonces bastante dormida. Argentina –o al menos una parte de ella– se animó a entrar al pogo con él. A bailar y moverse. Agitarse. Y no parar de sorprenderse.
La primera sorpresa llegó a los pocos días después de aquel incidente. En uno de sus primeros discursos oficiales, Néstor le hizo un pedido a la Corte Suprema. Fue directo: si no van a estar a la altura de los cambios que vienen, córranse. Parecía algo inédito, porque lo esperable, en aquellos días, era pensar que acogería con beneplácito una Corte Automática, acostumbrada a complacer los deseos de la Casa Rosada. Después fue lo de la ESMA, otra presentación en vivo, Néstor pidiendo perdón a la sociedad por el terrorismo de Estado directamente desde el principal Centro Clandestino de la Marina. Agarrado del atril, tembloroso y emocionado, explicaba que un centro de torturas sería transformado en museo y centro cultural de la Memoria, la Verdad y la Justicia.
Fue al colegio militar, hizo bajar el cuadro del dictador Videla, y les explicó a los militares que el tiempo del miedo ya había pasado. Y en gira se repetía. En las Naciones Unidas dijo que todos éramos hijos de las Madres de Plaza de Mayo. En España, les explica a los concesionarios que quiere revisar los contratos, y «los pone a parir», según sus propias palabras.
El tiempo pasaba, y cada vez se hizo más difícil seguir descreyendo. Le paga al FMI, jubila a todos los jubilados que estaban sin jubilar. Redistribuye esto, repara aquello, incluye a estos otros, trabajadores, profesionales, empresarios, amas de casa, los niños, los mayores, los pobres, los olvidados, los ninguneados lo miran y sonríen.
Y los militantes, azorados, lo ven recibir a Fidel, a Chávez, a Evo Morales, y hasta al mismísimo George Bush. Le toca la pierna. «Lo siento, George, pero lo del ALCA no va a andar».
Qué chabón más atrevido. Otra vez el rocker, el punki haciendo lo que no hay que hacer. Tirándose desde el escenario y haciendo pogo, como tanto le gustaba. Nosotros nos habíamos quedado con los balazos a Lennon, con el final del sueño. El sueño del rock, el sueño de la política, y el sueño del peronismo terminado, transformado en pesadilla. Ese peronismo hecho jirones, que muchos pensamos que había dejado de ser una herramienta creada para combatir la injusticia. Pero no. Néstor abrió la puerta para salir del cuarto oscuro de la resignación y dejar atrás el cinismo. Ese cinismo que, incapaz de cambiar el mundo, solo se anima a confirmar sus defectos. Confiar solo en el escepticismo que, como esas frazaditas conservadoras que te dan en los aviones, sirve para invierno y también para el verano. Hasta que aparece algo de fe, de ingenuidad, de optimismo. Y de valor, claro.