viernes, 28 de noviembre de 2014

"La discriminación nunca genera vida, sino muerte"

Por Camila Sosa Villada
Actriz cordobesa

Siempre tuve la impresión de que para las sociedades modernas, las travestis éramos como los nuevos negros. Algo así como frutas extrañas, igual que rezaba aquella canción de Billie Holiday donde se denunciaba el maltrato a los negros por parte de los blancos en épocas de esclavitud.
La canción compara a los negros con extraños frutos que cuelgan de los árboles, luego de ser linchados, a la espera de un sol misericordioso que los queme, una lluvia que los pudra o un viento que los arranque. Yo diría que las travestis somos como frutas extrañas rodando por las calles a la espera de cosas parecidas…
Luego la esclavitud fue abolida, los negros ya no tuvieron más dueños y al menos para las leyes, hechas por los mejores hombres de nuestra sociedad (debiera ser así, ¿no?), comenzaron a ser libres, a ser considerados pares. Pero tuvo que pasar mucho tiempo, tuvieron que enterrar muchos negros, arrastrar muchas cadenas, hasta que pudieron entrar a los mismos hoteles que los blancos, sentarse en los mismos restaurantes donde los blancos comían, ir a los mismos hospitales donde se sanaban los blancos. Es triste… pero la Humanidad siempre llega tarde al uso de su corazón.
Las travestis fuimos, durante muchos años, largos años, tratadas como a los negros. No tuvimos documentos, de modo que entre una identidad elegida, y la que se nos había dado al momento de nacer, había desaparecido nuestro lugar en la sociedad. Tampoco podíamos acceder a trabajos remunerados, ni a obra social, ni a un Estado que nos contuviera, como contenía (acá va otra paradoja) al resto de los mortales. No hacíamos aportes jubilatorios, ni podíamos votar con nuestro nombre, no podíamos salir a la calle tranquilas, la policía nos perseguía, nos perseguían los puritanos, los católicos, los judíos, los campiranos, los jóvenes, los viejos, nuestros padres, nuestros hermanos, los niños a la salida de los colegios, los vendedores en los shoppings, los guardias de seguridad en los supermercados, los que cuidan los autos estacionados en la calle, los cartoneros recolectando basura, los jóvenes ebrios, los muchachos jugando al fútbol, las niñas después de sus clases de hockey… Todos tenían un dedo acusador, lleno de vergüenza para nosotras.
¿Cómo soñar con otras vidas posibles, con otros destinos, entonces? ¿Cómo imaginar un día poder dejar la prostitución y ponernos un negocio, o ir a una oficina y ofrecernos como secretarias, como personal de limpieza, como cajeras, como manicuristas, si a dónde íbamos éramos los putos con pollera, los trabucos, los travesaños, los travas? ¿Cómo explicarle al mundo que éramos todo eso y más?
Durante todos estos años, la vida se nos fue tratando de adaptarnos como un virus invisible a la sociedad. Algo indetectable. Supimos refugiarnos, contenernos, escondernos, aparecer donde no se nos marcaba. Fuimos camaleónicas.
Luego, en estos últimos años, vinieron leyes que ponen la piel de gallina a cualquier retrógrado por lo atrás que dejamos una historia de discriminación y muerte, hay que decirlo. La discriminación nunca genera vida, sino muerte. Las personas mueren tarde o temprano, cuando la sociedad a la que pertenecen los anula.
Hay un documental, de Herzog, donde se muestra cómo un pingüino rechazado por todos sus pares, en vez de irse al mar con ellos a buscar alimento, decide irse a morir a la montaña. Es de una simetría bastante exacta respecto a lo que nos sucede a los que fuimos discriminados alguna vez sistemáticamente. En algún momento vamos a morir, por no poder vivir en paz con nuestros semejantes.
Entonces, los mejores hombres de nuestra sociedad dictan leyes como la de matrimonio igualitario o la de identidad de género, que nos incluyen e impiden que sigamos muriendo de eso tan horrible que es la discriminación. Y comienzan a surgir voces contando. Develando al mundo vidas detrás de todo lo que se tiene por cierto y sabido. Es necesario que eso pase. Que la gente comience a escuchar la historia detrás del mito. Y ver que las travestis fuimos, somos y seremos siempre, sus hijas, sus hermanas, sus primas, sus amigas, sus vecinas. Que nada de todo lo que nos hace diferentes nos vuelve malignas o supremas. Que los años nos envejecen de la misma manera, que tenemos hambre, sed, que sabemos de la soledad, del amor, de la nostalgia y de la muerte. Tal y como le pasa a todo el mundo.
Ya es tiempo de comenzar a abrir puertas. No de cerrarlas. En un mundo que se queda lentamente sin agua, sin árboles, en una sociedad en la que se mata arbitrariamente por dinero, donde existe el narcotráfico, donde existe la ultraderecha, donde existen las multinacionales, los agroquímicos, donde los pobres se vuelven cada día más pobres, es necesario escuchar y comprender. Y descorrer los telones para ver el detrás de escena de todo.
Siempre se puede saber más, conocer más y a través de ese conocimiento condimentar una sociedad con diversidad y aceptación, que son, en todo caso, las mejores especias para este caldo que somos todos.
Fuente

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