"Frente a la aparición en Latinoamérica de nuevas modalidades políticas categorizadas como “populistas” y gobiernos como el de Kirchner que no se atenían del todo a las formas del parlamentarismo convencional, Follari (2007) planteaba que una parte decisiva del periodismo, de la oposición política y de algunos intelectuales consiste en una actitud de indignada moral que pretende que estas modalidades políticas se estarían alejando de un modelo apriorístico-universal, tal cual sería el del parlamentarismo occidental. El autor plantea allí que “el eje de discusión democracia/autoritarismo (sutilmente este último reemplazando a dictadura), implica abandonar el de capitalismo/socialismo, o, si se quiere, desigualdad-igualdad económica entre sectores y clases sociales. Al haberse hecho desaparecer este último eje como si el primero lo incluyera (lo que es obvio que no ocurre) o lo “superara”–lo cual no pasa de ser una pretensión por completo imaginaria-, se ha conseguido ocultar sistemáticamente la cuestión de la justicia distributiva como espacio central de la discusión sobre lo democrático.” (Follari; 2007).
El neoliberalismo selló a fuego la identidad semántica entre libertad en general, y libre mercado, -prosigue indicando Follari-. Se afirma que si hay libre mercado hay libertad, negando las groseras evidencias en contrario, como por ejemplo la dictadura de Pinochet. Por otra parte gobiernos enormemente respetuosos de las libertades públicas como los de la socialdemocracia sueca, han sostenido altas tasas de impuestos desde el Estado limitando radicalmente al libre mercado. Sin tener en cuenta estas evidencias, el par imaginario democracia-libre mercado sirve de legitimación para el gran capital, el mismo que se asoció a las dictaduras y las impulsó, cuando vio amenazados sus intereses en la época de los años sesentas y setentas.
Entendemos que el significante democracia continúa siendo el punto nodal de lucha hegemónica entre el discurso del gobierno nacional y el del monopolio mediático.
Tanto los medios dominantes como algunas fuerzas opositoras han venido procurando apropiarse de una cadena equivalencial prácticamente construida como un negativo de aquello que atacan y critican del gobierno: garantes de la democracia, defensores de la libertad, y en especial la libertad de prensa, defensores de las instituciones democráticas, de la independencia de los poderes, el valor de la honestidad en la política y la denuncia de hechos de corrupción estatal.
A su vez adjudican al gobierno una cadena de significantes en línea con lo planteado por Fair (Op.cit): autoritarismo, lógica dictatorial o fascista, antidemocráticos, cercenadores y avasalladores de la libertad, de las instituciones democráticas y de la independencia de los poderes. También suman a esa cadena otros significantes que apuntan a deslegitimar al gobierno precisamente en sus mejores logros, como por ejemplo la política de derechos humanos y las medidas redistributivas. Con relación a la política de derechos humanos, se ha intentado subvertir el sentido de las mismas asociándolas a revanchismo, venganza o vuelta al pasado cuando no directamente intentando mostrar la falsedad o incongruencia ideológica del gobierno al homologar a éste con la propia dictadura a partir de la mencionada lógica dictatorial o fascista. Las políticas redistributivas quedarían opacadas por la imagen de un gobierno con una corrupción sin límites, mostrando a los funcionarios prácticamente a nivel de delincuentes comunes. El significante corrupción también contribuye a deslegitimar el discurso progresista o de centro-izquierda con el que el gobierno y muchos de sus simpatizantes se identifican.
Las herramientas discursivas que han puesto en juego los grandes medios en el último lustro, en su lucha de poder con el gobierno nacional, parecen tener efectividad en cuanto a la disputa por la agenda y la construcción de un escenario que desmiente al gobierno y al sentido de sus políticas. Esta capacidad de imponer construcciones de sentido, en especial en relación a lo que se entiende por democracia, se sustenta probablemente en la existencia de representaciones sociales forjadas en matrices culturales que estos mismos medios contribuyeron a formar, como resultado de haber sido, durante buena parte de nuestra historia reciente, los principales formadores de opinión política en el país.
Aunque los intentos desestabilizadores de estos últimos años no hayan puesto en serio riesgo la democracia, este hecho no debe hacernos perder de vista que acciones periodísticas del tipo que aquí analizamos -denuncias de hechos institucionales graves, perpetrados por autoridades constitucionalmente elegidas, fuertemente demonizadas con la utilización de los peores calificativos-, por el efecto de verdad que producen, ameritarían una legítima reacción ciudadana de defensa ante un escenario compatible con un régimen tiránico. El peligro se plantea cuando las representaciones sociales de las que los medios se valen y a la vez alimentan dándoles corporeidad, son tributarias de actitudes y conductas antidemocráticas.
No es fácil llegar a un acuerdo sobre lo que significa democracia, lo cual puede habilitar a argumentaciones a veces muy opuestas frente a los mismos procesos sociales y políticos. Mientras un importante sector social percibe como democrático un determinado momento político, porque no sólo han elegido constitucionalmente a sus representantes sino que continúan exteriorizando su adhesión a ellos aún con sus posteriores medidas de gobierno, otros sectores –quizás minoritarios pero que se hacen escuchar amplificados por los medios dominantes-, pueden percibir el mismo momento social como antidemocrático y a sus gobernantes como autoritarios, dictadores, tiranos, monarcas, alentando, promoviendo y/o generando condiciones para “restaurar” la “verdadera” democracia a cualquier costo".
Fuente
Venados dejan tendidos a Naranjeros en inicio de segunda vuelta
Hace 21 minutos
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