viernes, 21 de agosto de 2015

Cuando Mirtha Legrand invitaba a cenar a Massera

"Lo bañaron, lo vistieron correctamente y le advirtieron que se esmerara “porque el Negro quiere regalarle un álbum”. El lugar de la fiesta era una casa lujosa de Barrio Parque. Él sólo recuerda que sacó muchas fotos, que en el living habían dispuesto media docena de mesas redondas para pequeños grupos y “a una mucama llevando una montaña de profiteroles”.
El “Negro” era el ex almirante Emilio Eduardo Massera; la anfitriona a la que le obsequiaba el “book”, Mirtha Legrand; el fotógrafo de esa noche, Marcelo Camilo Hernández, segundo jefe de finanzas de Montoneros, secuestrado en la ESMA. Una mescolanza diabólica, un retrato de época.
A Hernández le llevó más de dos décadas contar ante extraños qué cosas había vivido durante los dos años que pasó en la Escuela de Mecánica y, luego, en el tiempo de libertad vigilada. Lo hizo frente al juez Claudio Bonadío, como testigo de la causa que investiga el despojo de bienes de los desaparecidos Victorio Cerutti, Horacio Palma y Conrado Gómez.
Una mañana soleada, en un bar de Belgrano, habló también largamente con Página/12 de las monjas francesas, de los “operativos” civiles y militares, de los ataques de pánico, de la culpa, del desconsuelo, del trabajo de la tierra, de la paz que da la pesca, de la casualidad que vuelve a cruzarlo en una esquina cualquiera con sus captores, de la inmobiliaria montada en Mendoza para comercializar las parcelas robadas de Chacras de Coria y de los cuerpos desnudos que siempre le evocan a los que vio, engrillados e injuriados, en el campo de concentración de Libertador al 8000.
Hernández llegó muy temprano a las oficinas que el abogado Conrado Higinio Gómez, colaborador del área de finanzas de Montoneros, tenía en la avenida Santa Fe entre Callao y Rodríguez Peña, justo sobre la librería Fausto. “Me imagino que a Conrado lo agarraron dormido”, precisa. Los marinos estaban allí desde la noche anterior y a la madrugada habían comenzado con la virtual mudanza de todo lo que valiera la pena. Todo, menos la caja fuerte que no pudieron transportar.
Junto a Gómez ya habían sido capturados otros integrantes de menor rango de la organización. Poco más tarde quien caía en la ratonera era “Gabriel”, el jefe del sector. Hernández lo reconoció por la voz y lo escuchó ofrecer a quienes lo estaban deteniendo: “Vamos a negociar”. Hernández cuenta que pensó en Gómez y en los otros, sus subordinados, y tuvo vergüenza. Por eso cometió el acto absurdo de ponerse de pie ante quienes no podían verlo porque ya habían sido encapuchados para decirles “quiero que sepan que estoy orgulloso de haber trabajado con ustedes”. Uno de los marinos lo tumbó de un golpe. “Ese fue mi último acto heroico”, reconoce el sobreviviente. El departamento de Gómez lo habían copado Jorge “el Tigre” Acosta, su segundo, Francis William Wahmond; Juan Carlos Rolón, Antonio Pernía, “uno al que apodaban Manuel y con el tiempo supe que era Miguel Angel Benazzi y uno que estaba al lado mío, le decían Dante y era un oficial de apellido García Velazco. Tenía cara de boxeador. González Menotti, el Gato, estuvo también en el grupo operativo que nos secuestró, torturó y se enganchó con la historia del dinero”.
Hernández percibió de inmediato que los marinos estaban exultantes: “Habían encontrado en el lugar mucha plata de Gómez. Y discutieron qué hacer con el dinero. No sabían si lo blanqueaban o no. Después de mucho tiempo, en un playón de autos de la ESMA, recuerdo haber visto el coche de Conrado, que era un Fairlane bordó, y el mío, un Peugeot 404 que estaba a mi nombre y se lo habían dado a un tipo que era contador o escribano”. A partir de esa mañana de enero de 1977, precisa Hernández, “el dueño de nuestras vidas fue Jorge Acosta. Jorge Perren era el responsable operativo. Para evitar que pasara lo que pasó, hacía rotar a todo el personal. Cada dos meses, más o menos, venían veinte nuevos. De todo ese armado o instrucción se ocupaba Perren porque pensaban que era posible que los golpearan, pero desde dentro de la fuerza y, entonces, en la jerga del Tigre, “les hacían poner los dedos a todos”. Ningún oficial podía decir”yo no estuve”. Y muchos de los “operativos” se fueron aquerenciando en el sabor, en el gusto de la truculencia. Se fueron quedando”.
Comiendo con Mirtha Legrand 
Frente a la cámara de Hernández se colocaron Rolón, Astiz, Benazzi, Pernía, González Menotti, Radice. Los oficiales de la ESMA, abocados a los negocios y los proyectos políticos, habían empezado a viajar. Se les hicieron documentos por decenas, para salir a Bolivia, a Venezuela, a México, a Panamá, a Perú a España, a Francia. Para cada destino, al menos tres juegos con nombres falsos. Incluso el propio secuestrado viajó a fotografiar estadios para un audiovisual que los oficiales de la ESMA querían producir para el Mundial ‘78. No en vano al frente del organismo encargado de su organización estaba un almirante. Pero hasta la tarea esclava de Hernández iba a mostrar un costado social. Fue cuando “el Tigre” Acosta le comentó a Radice que estaban invitados a una cena en la casa de Mirtha Legrand. Massera, explica Hernández, estaba en la ESMA a través de Acosta. Él nunca vio al ex almirante, pero escuchó innumerables veces al Tigre diciendo: “El Negro quiere tal cosa, o tal otra” o “Prepárenme esto porque se lo tengo que llevar al Negro”. Y en aquella ocasión le había oído comentar: “El Negro quiere regalarle un álbum de fotos de la fiesta”. “Me bañaron, me vistieron bien y me llevaron a la casa de esa señora con la cámara de fotos. Saqué varias de la comida. No recuerdo mucho, sólo que en el living había media docena de mesas redondas y que pasaba una mucama llevando una montaña de profiteroles".
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